Mientras buscaba la forma de comenzar a hablar sobre Líneas de Fugala palabra que surgía todo el tiempo era incomodidad. La escritora santafesina encara en las 9 crónicas que componen el libro situaciones que, socialmente, evitamos porque nos ponen en un lugar de falta. Que nos recuerda las materias que todavía adeudamos cada vez que vamos a usar la palabra inclusión.

“Una tarde de 2002 en la que Carla acompañaba a Valentín, de siete años y con una enfermedad irreversible, el niño le pregunta si va a morir.

-Si, mi amor, vas a morir- contestó ella.

-Bueno, yo sabía que eso iba a pasar- dijo Valentín mientras miraba a su alrededor.

-¿Qué buscás? ¿Perdiste algo?

-No, no, no perdí nada, es que de todas estas cosas que tengo acá, nada me sirve.

-¿Para qué no te sirven?- preguntó Clara.

- Para llevarme cuando me muera. ¿Qué me puedo llevar?- dijo el niño.

-¿Qué te gustaría llevarte?

 

-Los besos de mamá, los abrazos de mi papá, cuando juego a las cartas con mi nona, y mi traje de hombre araña. No, mejor el traje de hombre araña no. Ese se lo dejo a mi hermanito”.

Elegí empezar por el final, por el último capítulo, con este diálogo entre Carla y uno de los niños y adolescentes a los que ella, como profesional, acompaña a transitar su propia muerte mientras realiza una tarea similar con sus familiares. Porque ante ese panorama, por nuestra educación occidental, el primer instinto es girar la cabeza, no ver. La muerte joven es una de las tantas cosas en las que no queremos pensar, menos sentirla rondar.

La segunda razón por la que elegí esa conversación es porque, además de traer incomodidad, está llena de ternura. Sólo posible por la capacidad de oyente de quien escribe estas crónicas. Esa misma capacidad que la lleva a no convertir a la voz narradora en un actor más del relato, sino apenas en puente. Y es uno trazado con firmeza, que hace cruzar de la mano literaria todo lo real que está de un lado hacia el otro, como si lo único real fuera ese puente.

Ese apenas suena a poco, pero créanme que es un montón, porque son las personas entrevistadas las que le dan altura a lo que uno lee, claramente sueltas ante quien las está entrevistando. Esto es uno de los grandes méritos en el libro de la arroyense.

“La escritura de estas crónicas me sirvió también para pensar en una ética de la indagación: de qué manera acercarse, de qué manera preguntar, o incluso qué cosa preguntar y qué no, para que de algún modo ese acercamiento a la historia no sea un mero canibalismo, sino más bien el trabajo que hace un alfarero con la arcilla, de un cuidado primoroso”, revela Spina.

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Las mujeres que forman parte central de este libro son sujetos vulnerados a los cuales la vida les cambió en un instante, se les partió en dos en un momento exacto, lugares de los cuales fueron capaces de salir desplegando una potencia realmente arrolladora.

“A cada una de las historias a las que me acerqué fue porque de algún modo sentía cierta motivación y cierta curiosidad de contar eso que estaba sucediendo. Había hilos narrativos y temas que conversaban. Quizás porque sean tópicos que siempre me han generado preguntas, una especie de curiosidad por la condición humana y todo lo que a ella roza. Pero también porque de alguna manera creo que son preguntas que me exceden, para las que muchas veces no hay respuestas, y que son convocantes para muchas personas: la enfermedad, la discapacidad, lo imposible que a veces puede llegar a hacer una madre o padre por sus hijes, los daños que la humanidad le está generando a la tierra y a los seres que la habitan, la muerte, el acompañar a morir”, me cuenta Rosario ante mi pregunta de por qué la elección de estos temas. Esa respuesta me ayudó a comprender más mi incomodidad ante las voces que se alzan en Líneas de fuga.

“-Yo sigo siendo una mamá ilegal. Si cae la policía en este momento, vamos todos presos. No importa si tengo dos hijos con discapacidad, como es mi caso, o si somos tres o cuatro personas quienes necesitamos el aceite”, afirma Valeria, una de las madres cannábicas que abren el libro.

Valeria no tiene tiempo para esperar que los grandes huecos de la ley sean tapados ni tampoco lo tiene para escuchar los reproches de los médicos. Si los escuchara, no podría ayudar a sus hijos y a los de otros, más cuando tiene claro que el autocultivo es una solución para muchos y los laboratorios farmacéuticos no.

La discapacidad es otro tema al que Spina no le rehúye. Rosana, madre de Renzo, de quien tiene que ocuparse de manera constante después de que el niño sufriera un accidente a los 2 años, en una residencia para niños confunde a una enfermera con la madre de un chico que convive con un caso muy parecido al de su hijo y esa situación la lleva a querer adoptarlo. “Pedí hablar con la directora y le dije que mi intención era adoptar a Axel. La mujer se puso a llorar. Me dijo que en los 20 años en los que ella trabajaba ahí nadie había llamado para adoptar a un nene”. “Tenía todo en contra, pero yo sabía que Axel necesitaba a una mamá. Y a una familia”.

También hay lugar para aquella que trabaja con la muerte, la que prepara un cuerpo para honrarlo cumpliendo su última voluntad, esa forma de aliviar el dolor. “Aunque ya no vivan, yo las sigo viendo como personas y de esa manera busco devolverles algo de luz, de esa vida que tuvieron. Y esa es la mayor recompensa. No hace falta que digan nada, el silencio de las personas significa que el trabajo se hizo bien”, asegura Marcela, tanatóloga, al hablar sobre esta profesión de la cual, unos cuantos, huiríamos rápidamente.

 

Queda en estas crónicas lugar para la brujería ancestral mirada con suspicacia, el cuidado de animales que sobrevivieron a su pasado en un zoológico o al cautiverio, historias que se entretejen para dejar al descubierto a una sociedad que deja de lado todo aquello que no es exitoso. Como no queriendo habilitar la posibilidad de que el éxito, quizás, pase por otro lado. Quizás por una línea de fuga que nos permita descomprimir, ver las cosas de otra forma y cerrar el círculo en paz: “Mientras su hermano corría con el traje de hombre araña, Carla se acercó para saludarlo porque tenía que irse. Valentín la abrazó y le dijo al oído: ‘Ayudá a mi mamá a ser feliz sin mí’. Y su cuerpo se detuvo allí”.

 

(Reseña disponible en Agencia Paco Urondo, por Norman Petrich)

 

Líneas de fuga - Rosario Spina

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Mientras buscaba la forma de comenzar a hablar sobre Líneas de Fugala palabra que surgía todo el tiempo era incomodidad. La escritora santafesina encara en las 9 crónicas que componen el libro situaciones que, socialmente, evitamos porque nos ponen en un lugar de falta. Que nos recuerda las materias que todavía adeudamos cada vez que vamos a usar la palabra inclusión.

“Una tarde de 2002 en la que Carla acompañaba a Valentín, de siete años y con una enfermedad irreversible, el niño le pregunta si va a morir.

-Si, mi amor, vas a morir- contestó ella.

-Bueno, yo sabía que eso iba a pasar- dijo Valentín mientras miraba a su alrededor.

-¿Qué buscás? ¿Perdiste algo?

-No, no, no perdí nada, es que de todas estas cosas que tengo acá, nada me sirve.

-¿Para qué no te sirven?- preguntó Clara.

- Para llevarme cuando me muera. ¿Qué me puedo llevar?- dijo el niño.

-¿Qué te gustaría llevarte?

 

-Los besos de mamá, los abrazos de mi papá, cuando juego a las cartas con mi nona, y mi traje de hombre araña. No, mejor el traje de hombre araña no. Ese se lo dejo a mi hermanito”.

Elegí empezar por el final, por el último capítulo, con este diálogo entre Carla y uno de los niños y adolescentes a los que ella, como profesional, acompaña a transitar su propia muerte mientras realiza una tarea similar con sus familiares. Porque ante ese panorama, por nuestra educación occidental, el primer instinto es girar la cabeza, no ver. La muerte joven es una de las tantas cosas en las que no queremos pensar, menos sentirla rondar.

La segunda razón por la que elegí esa conversación es porque, además de traer incomodidad, está llena de ternura. Sólo posible por la capacidad de oyente de quien escribe estas crónicas. Esa misma capacidad que la lleva a no convertir a la voz narradora en un actor más del relato, sino apenas en puente. Y es uno trazado con firmeza, que hace cruzar de la mano literaria todo lo real que está de un lado hacia el otro, como si lo único real fuera ese puente.

Ese apenas suena a poco, pero créanme que es un montón, porque son las personas entrevistadas las que le dan altura a lo que uno lee, claramente sueltas ante quien las está entrevistando. Esto es uno de los grandes méritos en el libro de la arroyense.

“La escritura de estas crónicas me sirvió también para pensar en una ética de la indagación: de qué manera acercarse, de qué manera preguntar, o incluso qué cosa preguntar y qué no, para que de algún modo ese acercamiento a la historia no sea un mero canibalismo, sino más bien el trabajo que hace un alfarero con la arcilla, de un cuidado primoroso”, revela Spina.

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Las mujeres que forman parte central de este libro son sujetos vulnerados a los cuales la vida les cambió en un instante, se les partió en dos en un momento exacto, lugares de los cuales fueron capaces de salir desplegando una potencia realmente arrolladora.

“A cada una de las historias a las que me acerqué fue porque de algún modo sentía cierta motivación y cierta curiosidad de contar eso que estaba sucediendo. Había hilos narrativos y temas que conversaban. Quizás porque sean tópicos que siempre me han generado preguntas, una especie de curiosidad por la condición humana y todo lo que a ella roza. Pero también porque de alguna manera creo que son preguntas que me exceden, para las que muchas veces no hay respuestas, y que son convocantes para muchas personas: la enfermedad, la discapacidad, lo imposible que a veces puede llegar a hacer una madre o padre por sus hijes, los daños que la humanidad le está generando a la tierra y a los seres que la habitan, la muerte, el acompañar a morir”, me cuenta Rosario ante mi pregunta de por qué la elección de estos temas. Esa respuesta me ayudó a comprender más mi incomodidad ante las voces que se alzan en Líneas de fuga.

“-Yo sigo siendo una mamá ilegal. Si cae la policía en este momento, vamos todos presos. No importa si tengo dos hijos con discapacidad, como es mi caso, o si somos tres o cuatro personas quienes necesitamos el aceite”, afirma Valeria, una de las madres cannábicas que abren el libro.

Valeria no tiene tiempo para esperar que los grandes huecos de la ley sean tapados ni tampoco lo tiene para escuchar los reproches de los médicos. Si los escuchara, no podría ayudar a sus hijos y a los de otros, más cuando tiene claro que el autocultivo es una solución para muchos y los laboratorios farmacéuticos no.

La discapacidad es otro tema al que Spina no le rehúye. Rosana, madre de Renzo, de quien tiene que ocuparse de manera constante después de que el niño sufriera un accidente a los 2 años, en una residencia para niños confunde a una enfermera con la madre de un chico que convive con un caso muy parecido al de su hijo y esa situación la lleva a querer adoptarlo. “Pedí hablar con la directora y le dije que mi intención era adoptar a Axel. La mujer se puso a llorar. Me dijo que en los 20 años en los que ella trabajaba ahí nadie había llamado para adoptar a un nene”. “Tenía todo en contra, pero yo sabía que Axel necesitaba a una mamá. Y a una familia”.

También hay lugar para aquella que trabaja con la muerte, la que prepara un cuerpo para honrarlo cumpliendo su última voluntad, esa forma de aliviar el dolor. “Aunque ya no vivan, yo las sigo viendo como personas y de esa manera busco devolverles algo de luz, de esa vida que tuvieron. Y esa es la mayor recompensa. No hace falta que digan nada, el silencio de las personas significa que el trabajo se hizo bien”, asegura Marcela, tanatóloga, al hablar sobre esta profesión de la cual, unos cuantos, huiríamos rápidamente.

 

Queda en estas crónicas lugar para la brujería ancestral mirada con suspicacia, el cuidado de animales que sobrevivieron a su pasado en un zoológico o al cautiverio, historias que se entretejen para dejar al descubierto a una sociedad que deja de lado todo aquello que no es exitoso. Como no queriendo habilitar la posibilidad de que el éxito, quizás, pase por otro lado. Quizás por una línea de fuga que nos permita descomprimir, ver las cosas de otra forma y cerrar el círculo en paz: “Mientras su hermano corría con el traje de hombre araña, Carla se acercó para saludarlo porque tenía que irse. Valentín la abrazó y le dijo al oído: ‘Ayudá a mi mamá a ser feliz sin mí’. Y su cuerpo se detuvo allí”.

 

(Reseña disponible en Agencia Paco Urondo, por Norman Petrich)