«¡Está despedido! ¡No lo quiero ver más, tome este cheque y desaparezca!» El jefe de estación se había mostrado firme. La compañía tenía la reputación de no tratar bien a sus empleados, pero había límites, en todo caso. ¿Por qué una partida en el acto, no podía aquello esperar al final de la misión? Es verdad que el contrato se terminaba dentro de ocho meses, pero siempre era posible un arreglo, un acuerdo que le hubiese evitado esta situación delicada.

Lo había consultado con sus colegas: su caso era excepcional, jamás se había exigido la partida de nadie a esa altura de la misión. Era criminal. Se habría ahorrado de buena gana este lío: cómo anunciárselo a su mujer, estaban el alquiler, los niños, las deudas, ¿cómo hacer, sin esta paga providencial? Otra vez los esperaban meses, incluso años de vacas flacas. De vuelta iría a engrosar las filas del cuarenta por ciento de desempleados. Con semejante demanda de empleo, los raros contratos se hacían por un día y los empleadores echaban a su personal con el menor pretexto: el derecho laboral ya no era más que un recuerdo que los hacía sonreír sin ninguna vergüenza. Y él, que se había sacado la grande, que había logrado firmar por dos años en la compañía, ¡resulta que lo acababa de perder todo por un altercado con el capataz!

Se mordía las manos, incluso si todo el mundo estaba de acuerdo en eso, el capataz era una basura que abusaba de su poder con tanta mayor facilidad puesto que tenía carta blanca para controlar a los hombres: trescientos muchachos lejos de sus hogares durante veinticuatro meses. ¡Y no tenía ningún empacho, nada de eso! Las vejaciones y humillaciones se multiplicaban sin parar. Pero en fin, aquello ya era cosa pasada, la cuestión ahora era pensar cómo salir adelante, e incluso si podría salir adelante.

Mientras se alejaba del dormitorio con sus magros efectos y se iba acercando a la salida, se devanaba los sesos. Por mucho que le diera vueltas a las cosas en todos los sentidos, llegaba siempre a la misma conclusión: la situación era catastrófica y no podía hacer nada. Además, para partir, debería servirse de materiales de la compañía, a los que no tenía derecho, sin lo cual estaba condenado, no iría a ninguna parte.

Lo tenía anonadado que se lo conminara a largarse sin darle los medios para partir. La vida de un trabajador decididamente no valía nada, la compañía se podía permitir cualquier cosa. Entró en el vestuario y encontró el equipo que le era indispensable. Si todo salía bien, se lo devolvería a aquellos cerdos. Tal vez para la compañía eso no fuera nada, pero él sería honesto, tenía su dignidad. Una vez equipado, se presentó ante la puerta de acceso y, armado de todo su coraje, accionó el comando: la puerta se abrió instantáneamente y la cámara de despresurización lo expulsó a la noche intersideral." 

Esta colección de cuentos cortos nació de un deseo travieso y tenaz de contar historias extravagantes, de devolver a lo imaginario sus credenciales de nobleza: deleitarme en desmantelar lo real, en vapulearlo, en hacerlo objeto de burla, en triturarlo hasta dejarlo con las tripas al aire. En una palabra, las ganas, no de hacer que lo real exhalara su último aliento, sino de expurgarlo, en la medida de lo posible, de sí mismo, para sacar a la luz el oro que, sin saberlo, lleva oculto: lo fantástico, lo maravilloso, lo absurdo, lo poético. Étienne Verhasselt

  • 204 páginas/ Tapa blanda
  • Premio Cornélus de la Academia Real de Bélgica.
  • Premio Magie de Littérature del Festival Internacional del Libro en Transilvania.
  • Finalista del premio Rossel.

Los pasos perdidos - Étienne Verhasselt

R$105,88
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«¡Está despedido! ¡No lo quiero ver más, tome este cheque y desaparezca!» El jefe de estación se había mostrado firme. La compañía tenía la reputación de no tratar bien a sus empleados, pero había límites, en todo caso. ¿Por qué una partida en el acto, no podía aquello esperar al final de la misión? Es verdad que el contrato se terminaba dentro de ocho meses, pero siempre era posible un arreglo, un acuerdo que le hubiese evitado esta situación delicada.

Lo había consultado con sus colegas: su caso era excepcional, jamás se había exigido la partida de nadie a esa altura de la misión. Era criminal. Se habría ahorrado de buena gana este lío: cómo anunciárselo a su mujer, estaban el alquiler, los niños, las deudas, ¿cómo hacer, sin esta paga providencial? Otra vez los esperaban meses, incluso años de vacas flacas. De vuelta iría a engrosar las filas del cuarenta por ciento de desempleados. Con semejante demanda de empleo, los raros contratos se hacían por un día y los empleadores echaban a su personal con el menor pretexto: el derecho laboral ya no era más que un recuerdo que los hacía sonreír sin ninguna vergüenza. Y él, que se había sacado la grande, que había logrado firmar por dos años en la compañía, ¡resulta que lo acababa de perder todo por un altercado con el capataz!

Se mordía las manos, incluso si todo el mundo estaba de acuerdo en eso, el capataz era una basura que abusaba de su poder con tanta mayor facilidad puesto que tenía carta blanca para controlar a los hombres: trescientos muchachos lejos de sus hogares durante veinticuatro meses. ¡Y no tenía ningún empacho, nada de eso! Las vejaciones y humillaciones se multiplicaban sin parar. Pero en fin, aquello ya era cosa pasada, la cuestión ahora era pensar cómo salir adelante, e incluso si podría salir adelante.

Mientras se alejaba del dormitorio con sus magros efectos y se iba acercando a la salida, se devanaba los sesos. Por mucho que le diera vueltas a las cosas en todos los sentidos, llegaba siempre a la misma conclusión: la situación era catastrófica y no podía hacer nada. Además, para partir, debería servirse de materiales de la compañía, a los que no tenía derecho, sin lo cual estaba condenado, no iría a ninguna parte.

Lo tenía anonadado que se lo conminara a largarse sin darle los medios para partir. La vida de un trabajador decididamente no valía nada, la compañía se podía permitir cualquier cosa. Entró en el vestuario y encontró el equipo que le era indispensable. Si todo salía bien, se lo devolvería a aquellos cerdos. Tal vez para la compañía eso no fuera nada, pero él sería honesto, tenía su dignidad. Una vez equipado, se presentó ante la puerta de acceso y, armado de todo su coraje, accionó el comando: la puerta se abrió instantáneamente y la cámara de despresurización lo expulsó a la noche intersideral." 

Esta colección de cuentos cortos nació de un deseo travieso y tenaz de contar historias extravagantes, de devolver a lo imaginario sus credenciales de nobleza: deleitarme en desmantelar lo real, en vapulearlo, en hacerlo objeto de burla, en triturarlo hasta dejarlo con las tripas al aire. En una palabra, las ganas, no de hacer que lo real exhalara su último aliento, sino de expurgarlo, en la medida de lo posible, de sí mismo, para sacar a la luz el oro que, sin saberlo, lleva oculto: lo fantástico, lo maravilloso, lo absurdo, lo poético. Étienne Verhasselt

  • 204 páginas/ Tapa blanda
  • Premio Cornélus de la Academia Real de Bélgica.
  • Premio Magie de Littérature del Festival Internacional del Libro en Transilvania.
  • Finalista del premio Rossel.